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De Regreso a Utopía (Del libro: Retazos de un mundo imperfecto)

De Regreso a Utopía

Relato extraído del libro: Retazos de un mundo imperfecto

[tiempo estimado de lectura: 12 minutos]

I

En el sanatorio les tenían permitido leer revistas y libros. Como leer era una de las pocas cosas que podían hacer a lo largo de los largos días, los locos aprovechaban al máximo todas las horas de lectura permitida en la biblioteca del sanatorio.

Una mañana, mientras el director y la enfermera jefe hacían la ronda diaria, el director hizo un comentario, en forma de pregunta:

-¿No resulta extraño? –dijo.

-¿El qué? –contestó la enfermera.

-Lo que hacen estos…

Ambos visitaban la biblioteca del sanatorio en ese momento, los dos estaban bajo el umbral de la puerta. El médico señaló con la mano extendida las cinco mesas que, junto a una pobre estantería, componían el mobiliario de la biblioteca. Todas las sillas, tras las mesas, estaban ocupadas por ávidos lectores. El doctor llevaba algún tiempo observando la conducta de sus pacientes y le resultaba curioso que algunos enfermos, con el cuadro médico que presentaban, fueran capaces de permanecer sentados y en silencio durante tanto tiempo.

-Este es el momento del día en que más tranquilos están –dijo la enfermera.




El médico se encaminó hacia la pequeña librería que se situaba al fondo de la sala. Algunos lectores observaron con atención sus pasos. El resto, aparentó seguir a lo suyo, aunque de reojo, con el espacio vacío de su mirada, también siguieran sus movimientos. El médico se detuvo y comenzó a ojear los títulos de los libros que colgaban del estante. Tenía el dedo índice de su mano derecha sobre la barbilla y, de cuando en cuando, asentía con la cabeza. Luego pasó, el mismo dedo índice, por algunos títulos, como acariciándolos, hasta que llegó a un libro que tenía el lomo de color verde y en el que no aparecía ni título ni autor. El director suspendió el dedo sobre él. Lo fue arrastrando hasta descolgarlo de la estantería y lo volteó para poder observar la cubierta, también de color verde. Sin palabra alguna a la vista, el director no podía saber quién era su autor ni tampoco cuál podría ser su título.

El médico abrió la cubierta y comenzó a leer, luego pasó varias páginas, deteniéndose en algunas con más atención que en otras, aunque casi siempre asintiendo con la cabeza, hasta que el inicio de un murmullo le hizo perder la concentración. Giró la cabeza hacia el grupo de lectores que se concentraba alrededor de las cinco mesas y sorprendió a varios cuyas miradas permanecían fijas en él. El médico mantuvo la vista unos segundos, hasta que todos terminaron por disimular, devolviendo la vista a la aparente lectura.

El director asió el libro bajo el brazo y se encaminó hacia la puerta, donde le esperaba, pacientemente, la enfermera jefe, para continuar la ronda cotidiana.

En cuanto médico y enfermera abandonaron la sala, el silencio se convirtió en un murmullo generalizado. Se escuchó primero el plegar y luego el cierre completo de libros, inmediatamente después se elevaron algunas voces alteradas que mascullaban entre susurros. Finalmente, todos los locos y locas comentaron entre sí y con bastante gesticulación lo que había sucedido. “El director se ha llevado nuestro libro”, decían.

-Tranquilos, tranquilos –dijo la enfermera que cuidaba del orden dentro de la sala de lectura–. A ver, ¿qué les ocurre?

Aquél libro de tapas y lomo verdes era su libro, el libro de todos los locos del sanatorio. Habían comenzado a escribirlo hacía algo menos de un año, aprovechando la buena encuadernación de un volumen que se había colado en el estante con las páginas en blanco, quizá un dietario o una agenda sin fechas erróneo en imprenta, donado al sanatorio, como otros libros, por algún piadoso taller de encuadernación, algo que ocurría de forma habitual.

Un día, uno de ellos, encontró el libro, buscó entre sus páginas y no encontró palabra alguna escrita en él. Después de pensarlo durante un rato, se sentó y se hizo con un bolígrafo furtivo de la mirada de la cuidadora. Así, de repente, casi en secreto, comenzó a escribir. Escribía lo que se le ocurría. Al principio cuidaba con esmero su caligrafía, pero luego, como si lo olvidara, y sin reparar en ello, estropeaba su letra, o inclinaba alguna línea que le obligaba a seguir una especie de estela, como la del arco iris, para completar los párrafos. Inmediatamente después de ser descubierto por el resto, todos los locos y locas comenzaron a preguntarse qué hacía con aquél libro, qué escribía. El hecho de que pareciera tan entretenido atraía por completo la atención de aquellos hombres y mujeres, que cada día acudían al pequeño oasis que significaba la sala de lectura.

Un día, el loco dejó de escribir, el mismo día que decidió que ya lo había escrito todo.
Durante algunos días el libro permaneció huérfano, en lo alto de la librería, hasta que otro loco lo redescubrió. Leyó lo que ahora había allí escrito y al ver que quedaban aún muchas páginas sin escribir, decidió proseguirlo. Pronto, todos los visitantes de la pequeña biblioteca estaban al tanto de la existencia del libro que sin saberlo muy bien, comenzó a ir de mano en mano, y en el que cada uno de ellos escribía lo que le venía en gana, lo que le dictaba su razón o el cúmulo de sus sentimientos. O lo que dictaminaba la racionalidad de su pensamiento, incluso la coherencia de su locura. Pronto, también, todos los locos sintieron curiosidad por lo que los otros habían escrito y lo leyeron. Y disfrutaron.

II

El director se sentó frente a la mesa de su despacho. Se acomodó y cogió el libro, que no se había alejado de su pensamiento mientras terminaba, junto a la enfermera jefe, la ronda cotidiana. El director, pasando con cierta premura las doscientas páginas de que constaba el volumen, observó que todo el libro estaba escrito a mano, con letra irregular, a varios colores, y que incluso algunos dibujos decoraban la elucubración plasmada de los pensamientos escritos. Leyó varias páginas al azar y concluyó que aquello bien podría tratarse de un colección de aforismos o frases célebres reunidas por algún ocioso transcriptor.

Sin duda, muchas de aquellas frases impresionaron al director. Eran frases, párrafos completos, que hablaban de las grandes cosas: de libertad, de amor, de lo que es y no es la vida. Lamentó desconocer a quién correspondería aquél compendio de pensamientos brillantes. “Será la recopilación de varios filósofos, grandes pensadores, no cabe duda”, se dijo.

El director no supo deducir quién se había encargado de trasladar todos esas ideas que en un principio parecían inconexas, sin un argumento lógico. Descartó la idea de que hubiese sido un niño quien lo había escrito cuando analizó con cierto detalle la composición de los dibujos que acompañaban el texto. Parecían demasiado complicados para que lo hubiera hecho un niño, aunque por la caligrafía utilizada, así podría ser. Pensó que habría que revisar, a partir de ahora, los libros para la sala de lectura. La casi totalidad de los volúmenes que colgaban del estante eran donaciones. “Si esto lo leyera alguno de los internos, casi con total seguridad no le vendría nada bien de cara a su tratamiento”, dijo en voz alta el médico, que a continuación dejó que su cuerpo se acomodara firmemente al sillón de su despacho.

III

Terminada la hora de la lectura, la enfermera invitó a todos los lectores que fueran dejando los libros en el estante y salieran con orden. No tenían otro tema de conversación, que trataban como un secreto. Se lamentaban en voz baja, otros preferían protestar. “Es nuestro libro”, decían.

“Hay que recuperarlo”, dijo uno. “Lo recuperaremos”, le respondió otro. “Lo recuperaremos”.

*

Sobre el silencio hueco de los pasillos se escuchó el tic-tac metálico. La cerradura del despacho del director se movía, pero no terminaba de ceder. Tras ella, provistos del extremo de una percha, dos locos, los más prolíficos autores del libro verde. Un hombre y una mujer que tras las discusiones que les llevaron toda la tarde, fueron designados para tan arriesgada misión por los demás. La idea era recuperar el libro, arrebatárselo al director. Que estuviera en su despacho, solo era cuestión de azar o suerte. ¿Es o no lo mismo?

Cuando por fin hicieron que la puerta cediera, ambos se quedaron inmóviles, como esperando algo. Penetraron en el despacho y buscaron sobre la mesa. El hombre se sentó en el sillón e hizo como si fumara un puro. Mientras hacía anillos invisibles en el aire, vio que la tapa verde del libro verde asomaba entre los papeles.

-Lo tengo –gritó.

-Calla, no grites –le replicó ella.

Cogieron el libro y se miraron. Una amplia sonrisa se dibujaba en sus rostros.

Casi al unísono echaron la vista atrás. Ambos se percataron de que la ventana del director estaba abierta de par en par, los visillos se movían sacudidos por la brisa de la noche que ya casi se cernía en mañana. La ventana del director no tenía barrotes, no como el resto de ventanas de los espacios comunes que compartían los internos.

Él soltó el libro y se asomó por la ventana, inmediatamente después se descolgaba por el marco.

-¿Qué haces? –preguntó ella.

-Tú qué crees –respondió él, volviendo a asomar la cabeza por la ventana–. Ven, vamos podemos bajar los dos.

Descendieron por el canalón hasta llegar al suelo. Un pequeño salto y ganaban media libertad. Más complicado sería trepar el muro y correr hasta coronar la colina que se extendía frente al sanatorio.

IV

-¿Qué hacemos ahora? –preguntó sin resuello él cuando por fin se alzaron sobre la cima de la colina.

Ambos, agotados por la carrera, se dejaron caer sobre la fría y húmeda hierba, cuajada del rocío que el clarear del día aún no había encontrado.

-No lo sé, mira podríamos ir aquí –dijo ella, señalando con el dedo una página del libro–, a Utopía*.

-¿A dónde? –replicó él.

-A Utopía.

-¿Y dónde está eso?

-He oído hablar de ese lugar, es un lugar donde todo es perfecto, ¿sabes? –dijo ella.

-¿Y dónde está?

-No sé, es cuestión de buscarlo. Mira, escucha –dijo, leyendo la última anotación de la última página del libro–. “Un mapa del mundo que no incluya Utopía no merece siquiera la pena mirarse, porque excluye el único país en el que la humanidad debería desembarcar siempre. Cuando la humanidad desembarque allí, y observe y, vea que es un país mejor, largará velas”.

-Es un nombre extraño –dijo él.

Y, ambos, ayudándose mutuamente a incorporarse, volvieron a mirarse y a sonreír. Sin decir palabra, comenzaron a correr colina abajo, de la mano, en una frenética carrera que parecía conducirles realmente a un lugar lejano, tan remoto que no existe.


*Utopía: (lugar que no existe). Novela de Tomás Moro publicada en 1516 donde describe el Estado perfecto.