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Relatos literarios. Retazos de un Mundo INcoherente

Retazos de un mundo incoherente

Retazos de un Mundo INcoherente

Feria del Libro de Valladolid 2020

[Por solo 2,99 € o gratis aquí]

«Humor negro, humor inteligente, suspense y sorpresa…
Mucha y buena literatura en este cuarto libro de José Carlos Bermejo»

SINOPSIS

DIVINO ABURRIMIENTO
Dios, en su eternidad, se aburre. A un pequeño e inocente querubín se le ocurre una genial idea para contentar, entretener y alegrar a su Señor. ¿Qué se le habrá ocurrido al angelito?
EL DETECTIVE Y LA MUJER. Un homenaje a Charles Bukowski
Un detective en decadencia recibe el encargo de seguir y vigilar a una mujer. Parece un trabajo más, pero pronto comenzará a tener dudas de la verdadera intención del cliente. Además, el encargo le obliga a acercarse a ella. A partir de ese momento la vida personal y profesional del detective cobrará un giro inesperado. Si te gustan los relatos del estilo de Bukowski, aquí tienes uno que te va a encantar
NO SOMOS TAN VIEJOS
Te partirás de risa con estos cuatro octogenarios que vivieron épocas delictivas en su juventud, y que hastiados de la vacuidad de sus vidas actuales, planean el robo a un banco. ¿Lo conseguirán? ¿Cómo perpetrarán el golpe?
TE CONCEDO UN DESEO
Un escritor recibe la visita de un duende que le ofrece la posibilidad de concederle un deseo. Tras dudas y vacilaciones, el escritor decide pedirle algo inusual y casi imposible: ¿Podrá el pequeño duende concedérselo?
UN INVENTO PARA EL FUTURO
Un científico que trabaja para una Fundación sanitaria recibe el encargo de presentar un proyecto en el concurso “Construyendo el Futuro” destinado para mejorar la vida futura en el planeta. El científico presentará una ‘invención’ necesaria para el futuro y querrá cambiar la inercia de lo políticamente correcto, algo que puede pagar caro.
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    Sobre el autor, José Carlos Bermejo:  Madrid, noviembre de 1971.
    José Carlos Bermejo viene publicando en diferentes medios de comunicación tradicionales y digitales desde el año 2000. 

    Dirige, desde su fundación en 2007, el Magazine Cultural Actually Notes actuallynotes.com

    Es autor de los libros de relatos ‘Retazos de un Mundo Imperfecto’, ‘Retazos de un Mundo INcoherente’, de «El detective y la Mujer», un relato basado en la literatura de Charles Bukowski y de las NOVELAS ‘Wilde Encadenado, prologada por Luis Antonio de Villena y  LI ES UN INFINITO DE SECRETOS

     


    Lee un fragmento de…

    DIVINO ABURRIMIENTO

    I

    Divino Aburrimiento. Relato de José Carlos Bermejo

    DIOS ESTABA ALLÍ, de hecho llevaba en aquel incardinado punto toda una eternidad. Para el hombre, lo eterno significa lo perpetuo, sin principio, sucesión ni fin. Para Dios, significa lo mismo. Y esa vorágine dilatada sin comienzo ni final, en realidad, carece de sentido si no se tiene un objetivo, si no se hace algo, algo interesante. Y Dios lo había hecho todo. Incluso había creado al hombre y a la mujer, pero de eso hacía mucho, demasiada eternidad. Demasiada eternidad, aunque parezca un concepto contradictorio; algo que el imberbe entendimiento de los seres humanos no está preparado para asimilar.

    Soltó un leve suspiro de aburrimiento, que se empotró contra la bóveda celeste y hubo un cataclismo en alguna región de la China, cerca de un lugar que llaman Wuham.

    Sea como fuere, Dios estaba cansado de descansar. Estaba hastiado de ver transcurrir ante sí el vacío inerte del tiempo inexistente. Dios estaba bastante harto…

    Con su estrábica mirada cósmica echó un vistazo hacia el abstracto universo que se mecía en derredor, y no vio nada que fuera lo suficientemente atrayente como para detener la vista. Soltó un leve suspiro de aburrimiento, que se empotró contra la bóveda celeste y hubo un cataclismo en alguna región de la China, cerca de un lugar que llaman Wuham. Dios se llevó las manos a la cabeza y lamentó el desarreglo, luego logró perdonarse a sí mismo, y, al rato, quedó placenteramente dormido.






    Cuando despertó sintió un bienestar especial. La vigilia era un estado perfecto para dar aliento al reposo. Percibía su propia respiración, que se filtraba por la tupida y blanca barba. Notaba el calor que le proporcionaba la túnica y el silencio imperturbable que le rodeaba. Pero, pronto, salió del apacible trance, para volver a la dura realidad. Retomó la conciencia y dejó que aflorara de su rostro una retorcida sonrisa de abatimiento.

    –Me aburro. –dijo Dios.

    Era la primera vez que lo reconocía, y que lo decía en voz alta.

    Las palabras de Dios tienen la virtud de ser escuchadas por todos los hijos que le rodean. Por lo que acudieron allá, en manada, cientos de querubines y serafines, todos los apóstoles y un gran número de santos y santas que habían ganado la compañía del Padre, incluso gente “normal”.

    Le rodearon, mirándole con cara de asombro e impaciencia. Algunos tenían sus bocas abiertas. En otros, sus ojos se exclamaba en la sorpresa, casi escapando de las órbitas. Esperaron.

    Dios se ruborizó de pronto ante la amplia atención recibida, bajó la cabeza y perdió la mirada, extraviándola de izquierda a derecha.

    Nadie dijo nada. Ninguno de los allí presentes se atrevió a pronunciar palabra porque a ninguno de ellos se le ocurría congeniar alguna frase inteligente con que deshacer ese silencio y esa paz universalmente conocidas.

    Dios alzó la vista. Los Santos y los querubines y los serafines, incluso esas gentes “normales”, dieron un paso atrás conteniendo la respiración. Pero Dios bajó, otra vez, la mirada.

    –Me aburro. –repitió en un tono claramente abatido.

    Entre la concurrencia corrió un breve rumor de voces sordas que se intercambiaban impresiones.

    Dios se levantó del trono y dio una palmada enorme que retumbó con eco sobre el firmamento. En alguna región caucásica, un terremoto devastó varias ciudades, y un maremoto arremetió contra la costa del Pacífico.

    –Opsss –dijo Dios–. En fin… Lo siento.

    No se sabe a ciencia cierta si transcurrió mucho o poco tiempo, porque, como todos sabemos, el tiempo allí no tiene un concepto claro y comprensible. Lo que sí se sabe es que, de entre la muchedumbre que rodeaba expectante al Padre, surgió la figura de un querubín, que tuvo la osadía de acercarse a Dios.

    –Ohhhh… –retumbó el cielo.

    –¡Qué atrevido! –dijo San Pedro.

    –Nunca aprenderá –afirmó María Magdalena.

    –Le falta atender las lecciones del respeto debido –replicó San Juan.

    El querubín avanzó lentamente, abanicando con sus alas la atmósfera del Reino, por ello, en algún lugar del mediterráneo, la brisa logró embriagar con dulzura salada el baño solaz de los veraneantes, que respiraban el fulgor oloroso del mar disfrutando del aroma perfecto. Le quedaban poco menos de dos metros para llegar. Se mantuvo, por un instante, suspendido en el aire, agitando sus esponjosas alas blancas. En su bello rostro aniñado, de repente, apareció la duda y la indecisión. Miró atrás y los otros querubines le indicaron que siguiera. Ya que había llegado hasta ahí, no podía, ni debía, retroceder.

    El angelillo tomó aire y, con aceleración, voló hasta donde estaba Dios. Posó sus delicados piececillos sobre el inexistente suelo transparente e hizo una reverencia al Señor. Dios cogió del brazo al querubín, para acercarlo hasta Él. Se miraron. Uno con recelo, el otro con temor.

    –Habla –dijo Dios.

    El querubín se acercó al oído del Señor, y le dijo algo que sólo Él pudo escuchar.

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    Lee un fragmento de…

    A Charles Bukowski, con respeto y admiración;
    Por todos los ratos buenos que nos hace pasar… Aún.

    EL DETECTIVE Y LA MUJER

    El detective y la mujer. relato de José Carlos Bermejo

    I

    HANK, NUESTRO DETECTIVE, no es lo que se dice un tipo brillante o con suerte. En ese sentido, corre destino parejo con la mayor parte de la sobreabundante y vulgar humanidad, como definen las élites.

    si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno sucede, bebes para celebrarlo; y si nada ocurre, bebes para que algo pase. Sería largo como epitafio, pero se ajusta a la frase que se enmarcaría sobre el lecho mortal de nuestro Hank

    Sea como fuere (no quiero, amable lector y querida lectora, descolocar el foco de la increíble historia que está por suceder), la imagen que Hank refleja hacia el exterior es similar a la del arquetípico personaje decadente de novela Pulp, barata y comprada en una estación de autobuses, sin compasión por dignificar el entretenimiento para un largo viaje. Esta personalidad que ahora tengo el gusto de presentarte, en esta ensoñación, es, así, un detective privado, de sombrero de ala, estilo Fedora, y traje oscuro a rayas, barba de tres días que se mantiene permanente aunque pasen diez –la ciencia debería investigar este suceso que ocurre habitualmente–; sobre un rostro duro, lo que le pondera como posible hombre interesante. No está demasiado delgado. Su barriga redunda redonda como una semiesfera imprecisa, aunque sin colgaduras exageradas sobre el cinturón. Por supuesto, no come alimentos sanos, no sigue una dieta equilibrada según los cánones formal y médicamente aceptados. Bebe alcohol, sin control ni horario. En cierta ocasión leyó a un escritor, un tal Chinaski, con el que comparte nombre de pila, decir que si algo malo pasa, bebes para intentar olvidar; si algo bueno sucede, bebes para celebrarlo; y si nada ocurre, bebes para que algo pase. Sería largo como epitafio, pero se ajusta a la frase que se enmarcaría sobre el lecho mortal de nuestro Hank y describiría sintetizado el sentido de su filosofía. Algo nada profundo y poco ejemplar, quizá, pero es lo que hay.

    Hank, como reseñaba, viste un traje oscuro de finas rayas blancas, el único que tiene. El bajo del pantalón se ha arrastrado durante demasiado tiempo sobre el contorno de sus zapatos y en el culo, y en las rodillas, comienza a marcarse el invariable y pertinaz desgaste de la tela. La más ajustada representación metafórica de su vida. En conjunto, sobre todo por su aspecto, no son lo que las tendencias de cualquier tiempo marcarían como una beldad, una modernidad en tendencia, o un tipo en quien confiar a primera vista.

    Hank, al igual que el clásico detective siempre va con retraso y debe, invariablemente, varias mensualidades por su cochambroso despacho repleto de goteras, por suerte lejos de la vista de los clientes que se sientan frente a él en la mesa, goteras tan intermitentes como interminables. Va sorteando los pagos del alquiler cada cierto tiempo, cuando le llega algún trabajo. Intenta ser legal y recíproco, en todos los sentidos. Conoce el sentido unívoco del karma, aunque a veces parece olvidarlo, en una forma de desprecio que luego paga con las deudas de su conciencia; también acumula una respetable cantidad de dinero en débito por multas de tráfico y en este momento está complicado que le fíe alguien. Ni siquiera uno de los que más le interesa, el dueño del bar de la esquina: “Musso´s”, donde acostumbraba a ir a diario. Esa pequeña válvula de escape que hace que el tiempo se dilate en sentido inverso. Nuestro estimado detective no cuenta con una buena reputación entre el gremio y, en la urbe hay muchos, demasiados, detectives. Esto sucede, no porque sea mal profesional, si no porque sus emolumentos son los más baratos entre la competencia. ¿Táctica comercial o necesidad? Sería interesante preguntárselo.

    Pocos competidores entienden que Hank anuncie sus servicios en la gaceta que se reparte gratuitamente y de forma semanal por la ciudad. Ese anuncio se sigue publicando porque, en cierta ocasión, el director editorial le pidió seguir a su supuesta mujer infiel. Le propuso que si era capaz de demostrar la infidelidad de su esposa en 24 horas, y de guardar el secreto de la investigación, como pago le aseguraba que mientras la gaceta se imprimiera y él se encargara de esa tarea, Hank tendría su anuncio: un escuálido y escueto recuadro en la parte inferior de una página par atorada de anuncios. Hank le demostró que esa mujer se veía con otro hombre. Logró fotografiarla y aunque el revelado de las imágenes llevaría otras 24 horas más, el editor confió en la palabra de Hank. Un día después, sobre la mesa de su despacho tenía las fotografías y al detective intentando guardar la compostura, pero exultante. Al final, Hank supo que aquella no era su mujer, si no su amante. De ahí la necesidad de mantener el secreto. “Mira que se complica la vida la gente”, pensó. El anuncio de la gacetilla reza así:

    Detective Privado

    Resolvemos los problemas
    que encargaría a un detective
    ☎️
    Tel.: 666 – 6666 – 666

    No se le ocurrió otro mensaje comercial mejor. Pero funcionaba, quizá por que el número de teléfono era, también, en extremo fácilmente recordable. ¿Cómo lo consiguió? Esa es otra historia que merecería un nuevo relato, una nueva ensoñación sobre la vida de nuestro protagonista…

    Y, sí, de cuando en cuando sonaba el teléfono. Muchas veces para nada. Otras para el típico encargo que la gente pretende de un detective: saber si tu marido o tu mujer te son infieles. Era dinero que pagaba cosas.

    Últimamente, el teléfono permanece más en silencio de lo habitual. De hecho, Hank lo descuelga a veces para ver si hay línea. Y la hay. Un sonido constante como el infinito que permanece hasta que se interrumpe y comienza a oscilar en un sí y un no. Al menos, eso le parece. Siempre gana el no. El vacío hueco del silencio.

    Las deudas se le amontonan a Hank. Ya no le fía ni el oriental de la tienda de la esquina. Hay noches que se acuesta abstemio porque ni siquiera puede comprar una botella de vino, ni la más barata.

    Hank está en problemas. Como siempre. “Maldita vida”, se dice.

    Pocas cosas parecen funcionar para el detective ahí fuera, pero de alguna manera el Mundo sigue girando: amanece todos los días y todos los días hay un periódico en el umbral de alguna puerta. Cada tarde viene precedida de su mañana y cada noche de su tarde. Los noticieros siguen hablando de las mismas cosas día tras día, cambiando nombres y poco más. Siempre hay crisis, nunca síntesis o antítesis. En sus pensamientos parece imperar la idea de que solo esperamos el cataclismo total, que llegará, pero tarda, tanto que se hace apetecible. Apenas una pandemia de cuando en vez, pero no suficiente como para que la extinción nos declare su juicio: final. Hank no tiene motivos para el optimismo. Sí, los días corren con velocidad y garbo hasta parecer perpetuarse en una cosa extraña e inmóvil, pero constante y continua. Toda una paradoja o una ‘parajoda’, como decía un sabio que sabía lo que decía.

    Hank estaba sentado en su silla, frente al escritorio, tocándose las pelotas y valorando si la masturbación sería una solución, aunque efímera, para buscarle sentido al rato.

    II

    Al día siguiente, del día anterior, tras su mañana antes de la tarde, y la noche antes de bla bla bla… el teléfono sonó. Hank estaba sentado en su silla, frente al escritorio, tocándose las pelotas y valorando si la masturbación sería una solución, aunque efímera, para buscarle sentido al rato. Llovía. El ziz zag gorgoteante que llegaba a su oídos de las goteras se le antojaba a nuestro detective como la interminable y sorda llamada de la línea de su teléfono: unas veces sí, siempre no. Sin embargo, entre ese zigzagueo del agua incólume, el sonido cierto del teléfono le despertó de la somnolencia y el dubitar.

    –¡Coño!, que suena –dijo en voz alta Hank.

    Puede que sea por intuición o imaginación, pero los antiguos teléfonos de línea sabían cómo advertir del sentido de la llamada. Los móviles de ahora, no. Solo suenan por mor del archivo programado que les da vida. Y esa llamada, ese ring ring, a Hank le supo a premura. A necesidad. Y no presentía que fuera solo la suya.

    La voz era la de un hombre.

    –He visto su anuncio en el periódico –dijo, como tantos otros.

    “Un tipo optimista o iletrado porque llamar a eso periódico…”, pensó Hank.

    –Necesito que haga usted un trabajo para mi –prosiguió.

    –¿Alguna infidelidad? –preguntó Hank.

    –No sé –respondió la voz–. Creo que no se trata de eso.

    –Usted dirá –dijo Hank.

    –Su misión será vigilar a una mujer.

    –¿El motivo?

    –Eso a usted no le importa –dijo el tipo con voz desabrida.

    –Le voy a decir yo lo que le importa a usted –respondió Hank sin inmutarse.

    –Bueno, ¿le interesa el trabajo? –preguntó el hombre.

    –Depende.

    –¿De qué?

    –De que pague.

    –Por eso no se preocupe. Un mensajero le hará llegar su dinero. ¿Cuánto cobra por un trabajo como el que le propongo?

    –Depende –repitió Hank que creía que estaba hablando con un cantamañanas.

    El suspiro prolongado del tipo lo escuchó nítidamente nuestro Hank

    –Tengo que seguir a una mujer durante una semana, me dice: ¿verdad?

    –Sí.

    –Serán quinientos dólares, cien por día, pero le hago descuento –respondió Hank sin pensarlo demasiado. Hacía miles de milenios que en su cartera no se guardaban tantos billetes.

    –Hecho. Recibirá la mitad de ese dinero en menos de una hora. Al final de la semana volveré a llamarle y deberá contarme qué ha hecho esa mujer desde la mañana a la noche. Si así lo hace, le entregaré el resto y puede que le contrate para que siga trabajando una semana más. En ese caso, le pagaría el doble.

    –¿El doble? –preguntó Hank sin meditar.

    –Exactamente.

    –De acuerdo, señor –respondió el detective empoderado y, de repente, amable.

    –¡Y cómprese un traje! –después de decir esto, el hombre colgó.

    Hank siguió sobándose las pelotas, pero ahora lo hacía sin mayor excitación que la que le provocaba la mirada presentida sobre una viva gotera que carraspeaba en intervalos precisos y en que tenía un nuevo trabajo. También reparó en la última apreciación sobre la vestimenta que le había hecho su nuevo cliente. ¿De qué le conocería? Media hora después, llamaron a la puerta. Era un mensajero. Le entregó un sobre, le hizo firmar sobre un papel y se marchó. Hank lo abrió. Contó uno a uno los billetes. La cantidad era la que le había prometido la voz tras el teléfono. Le extrañó que tardara tan poco tiempo en llegar. Pero algo desterró de su mente todos esos vacuos pensamientos. En el sobre también se hallaba la fotografía de una mujer y, en su envés, una dirección. Hank dejó de rascarse las pelotas. Tenía trabajo.

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