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La vida es un quid pro quo

Sí, así entiendo la vida, como un «quid pro quo». ¿Y tú?

Yo sí, ya te digo. Y -casi- en el sentido exacto del término. La expresión latina «quid pro quo» significa dar ‘una cosa por otra’. Se usa como locución nominal masculina con el sentido de ‘cosa que se recibe como compensación por la cesión de otra’ . Podemos comprobarlo en el diccionario panhispánico de dudas de la RAE. 

Eso sí, lo entiendo con matices sobre el término adecuado. Dar, para recibir, sin pedir nada a cambio, pero esperando la reciprocidad. Como acto de voluntad. Quizá suene egoísta. No sé, a ti te lo dejo para juzgarlo si lo consideras.

Si bien, eso no lo aprendí en las clases de latín del bachillerato. Fue culpa de Thomas Harris y de un cura.

El primero, Harris -no confundir con el principito díscolo- con su novela ‘El silencio de los inocentes’, que luego se convirtió en peli con Anibal Lecter, en la piel de Anthony Hopkins, nada mejorada por Mads Mikkelsen o Gaspard Ulliel; el segundo con sus actos.

Creo recordar bien que el sentido de la cuestión del «quid pro quo» fue materia de conversación con don Julián, el cura que me dio clases de latín, del que hablé en este artículo y en mi novela Li es un Infinito de Secretos. Por aquel tiempo convivíamos con muchas polémicas y debates a nivel social. Probablemente, igual que ahora, solo que «ahora» se han vuelto revuelta. Ahora predomina el enfrentamiento, sin concordia mínima. Ideologías imberbes -por espurias y estúpidas- nos están llevando al ocaso del pensamiento de la razón, del saber que si otro piensa de otra forma, simplemente está bien. Ahora todo es disputa, engaños sin argumentos. ¡Qué asco!

A priori, yo hubiera pensado que aquel cura no podía practicar conmigo el «quid pro quo». Al menos en apariencia. ¿A quién le apetecería dar clases de latín sin percibir un mínimo emolumento? ¡A mí no! Y espero que ninguna mente retardada piense en ‘actos impuros’. No fue el caso de ningún modo, pero como dicen que ha habido tantos abusos por parte de la parroquia católica (curioso que no haya pederastas entre musulmanes, judíos, apóstoles de Buda o Fumanchú…)

Calla, Carlos, que te hacen una fatwa en menos que canta un gallo…

No sé cómo se le ocurrió a mi madre que el cura me diera clases, no se las daba a nadie. Cosas de madres.

Él NO lo reclamó así:

  • Mi hijo no va a aprobar el latín nunca -dijo mi madre con razón apabullante-. ¿Podría darle clases? Está en COU.
  • Vale, que venga a tal y tal hora, miércoles y viernes -debió decir el cura.
  • ¿Qué le debemos por hora? -preguntó mi madre.
  • Nada -dijo él
  • ¿Nada? -preguntó mi madre.
  • Nada -respondió en el mismo tono.

¿Citarse con un joven adolescente -que era yo- dos días por semana para explicar cómo se traducen las Catilinarias?
Ufff… Y ¡sin cobrar!

Por otro lado, no sé cómo se le ocurrió a mi madre que el cura me diera clases, no se las daba a nadie. Cosas de madres…

Pero visto en perspectiva, quizá a don Julián sí que le apetecía. Yo comencé a sentirme un Andrés Hurtado. El cura era mi tío Iturrioz y veíamos el cielo de Madrid desde el barrio de Salamanca. ¡Lástima, no! Era desde la ventana de su despacho en el barrio del Pilar, con dignidad proletaria, vamos, más bien pobre en lo económico, nunca en HUMANIDAD.

En realidad, lo pasaba igual de bien con el cura que con mis amigos

No es que quiera hacerme el interesante, pero por aquella época comenzó a darme por leer y pensar. Tenía 17 años -soy de noviembre-. E igual que ahora a mí me gusta escuchar a los jóvenes sobre lo que piensan -sobre todo a mi hija-, creo que yo a él le servía como un punto de fuga, una ruptura de lo habitual. Hablábamos de muchas cosas, entre declinación y declinación. Que si Madonna, con su polémica Like a Prayer; que si el sistema educativo estaba desfasado (¡Y eran tiempos de la EGB!), no sé qué pensaría ahora.

En realidad, lo pasaba igual de bien con el cura que con mis amigos.

Recuerdo el retumbar de las motos de mis amigos (Vespinos, Hondas NSR…), bajo la ventana de la parroquia cuando hacía ‘buen tiempo’. A la hora convenida, cuando acababa la clase. «A ver si salía el flequi», como me llamaban, imagina porqué. Y yo, la verdad, no sabía dónde lo pasaba mejor. En realidad, lo pasaba igual de bien con el cura que con mis amigos.

Quizá equivoqué la vocación, me tenía que haber hecho cura. Mejor, no. Me hubieran expulsado, como lo hicieron dos veces en el bachillerato. Aunque esa es otra historia que algún día debo contar.

Pero si algo me queda de ese tiempo es el aprendizaje. Mis padres me enseñaron lo que era el «quid pro quo». Ellos lo hicieron de forma tan natural como lo hizo el cura. Creo que a los jóvenes de hoy, no. Aunque se lo intentes explicar. No les queda tiempo con tantas obligaciones ‘tiktoteras’ o Islas endemoniadas.

«Me ha visto el culo medio Madrid», digo a veces en broma.

Por cierto, finalmente pude pagar las clases de don Julián con una tarta, para el cumpleaños de su hermana (mi padre era pastelero -yo a tiempo parcial- y la propuesta de regalo le satisfizo, después de rechazar dinero varias veces). Supongo que necesitaba un «quid pro quo» de alguna manera. Espero que dios le guarde y nos guarde a todos. Su recuerdo permanece engrandeciendo mi corazón dando significado a un eterno «quid pro quo» que intento practicar. También contigo. Y aprobé con buena nota.

Y, ya para terminar, lo prometo. Algunos sabéis que lo he pasado realmente mal. Operaciones por medio, y una futura sobrevolando el horizonte. Mucho dolor y tiempo de replanteamientos. Me hago viejo en la práctica, nunca en el pensamiento. He sentido mucho apoyo, de verdaderos amigos y de la familia, sobre todo de quienes más me aguantan, mis chicas: Sara y Aitana.

Si tengo que destacar algún quid pro quo sin reservas es el de los sanitarios que me han atendido con admirable misericordia. «Me ha visto el culo medio Madrid», digo a veces en broma. Pero es cierto. Enfermeros, enfermeras, médicos, os admiro por practicar el quid pro cuo, cada día, cada segundo. Dais para, al menos, recibir las gracias. Aquí tenéis las mías.