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LiBROS PROHiBiDOS: Te regalo el relato. No olvides que George Orwell te mira de reojo

La biblioteca de los libros prohibidos

Relato corto: Libros prohibidos

(inédito hasta hoy, claro 🤸)

Breve sinopsis: Estamos en el año 2045. El Mundo no ha parado de cambiar, tanto como cabía esperar. Un gobierno «Transnacional» gobierna occidente desde 2031. La lectura, entre otras cosas, ha sido prohibida. En realidad, casi no hacía falta que la prohibieran, apenas en estos tiempos nadie lee, ni en la actualidad, ni en tiempos pretéritos.
Si bien, siempre hubo un reducto de personas diferentes y pensantes, a quienes no les producía pereza aprender en la soledad de su pensamiento lector, compartiendo ideas y paisajes en el extraordinario movimiento quieto de las palabras sobre un papel, o una pantalla…
Aquí conoceremos a Oliver, un joven ambicioso e inexperto. Y a su abuelo, un lector proscrito. Ambos navegarán por el «Mercado de los Libros Prohibidos» en busca de algo más que lecturas.


Libros prohibidos

Oliver, lector y librero

MUCHO ANTES DE TERMINAR de leer la novela, Oliver ya sabe porqué aquel es uno de los “libros prohibidos”. Han transcurrido catorce años, los mismos que está a punto de cumplir, desde que el Gobierno Transnacional comenzara a elaborar una lista de libros que nadie podría leer, nunca y de ningún modo: en libro, audiolibro o en el más moderno retrovideo… Sin embargo, aquella “limitación lectora” instaurada en 2031, no funcionó como pretendían sus ideólogos. En la práctica se produjo una lección de vida que, si bien conocida, no supieron anticipar: no hay nada como prohibir algo para que ese algo despierte tanto interés que pronuncie la curiosidad. En el caso de los libros, incluso, para que se mercadeara con el producto y abundara la delincuencia a su alrededor.

Las razones por las que el Gobierno Transnacional no incentiva la lectura y prohíbe leer ciertas obras son obvias. La principal: desviar la atención de aquellos que tengan cierta capacidad de plantear ‘preguntas inadecuadas’. Leer (o escribir) puede significar: pensar, imaginar, dudar de la realidad, verla de otro modo o ponerla en incómodos disparaderos. Y, por supuesto, todas esas proposiciones no son de interés para mantener el orden, el orden del Gobierno Transnacional, según su impuesta y coercitiva creencia, aunque siempre disimulada: “Procuramos la paz social”. “Todo lo hacemos por el interés y el bien general”… Por supuesto, esta idea emasculadora no es original de los tiempos presentes. Ya lo habían intentado otros: los nazis, los inquisidores españoles u otras censuras en diferentes épocas y naciones. La lista de libros prohibidos a lo largo del tiempo es extensa: Rebelión en la granja, Fahrenheit 451, El diario de Ana Frank, El lazarillo de Tormes… Hasta ¿Dónde está Wally? En este caso, su primera edición, por mostrar senos de mujer…

Cuando Oliver cierra la última página de la novela sabe que tiene entre manos el equivalente a la manutención familiar de una semana, cuando menos, aunque quizá conviniese convertir en elásticos esos ingresos extraordinarios durante más tiempo para que su padre, operario de tercer nivel, no comenzara a hacer preguntas evidentes: “¿Tanto dinero sacas con tus clases particulares? Pero si ahora solo tienes dos alumnos…”. Esa era la única y humilde fuente de ingresos de Oliver, en nada comparable con el precio que se paga por un “libro prohibido”.

“Este libro se venderá a buen precio”, pensó de nuevo Oliver, intentando convencerse, sin que hubiera necesidad porque ejemplares de 1984, ciertamente, no abundaban.

El abuelo lector

La historia de Oliver como vendedor de “libros prohibidos” comienza una tarde, en apariencia rutinaria pero premeditada, de visita familiar al abuelo materno. Sin duda, Oliver ha oído hablar de todo aquello que tiene que ver con las lecturas censuradas por el gobierno. Es harto conocido que no hay nada mejor para despertar la curiosidad que lo que se intenta guardar en secreto. Y Oliver es un muchacho curioso. Una capacidad poco valorada en estos tiempos.

-Abuelo, ¿Tú lees mucho, verdad? -pregunta Oliver, en un momento en que quedan a solas.

-Lo que me dejan -responde el abuelo-. Pero… -prosigue dubitativo-. ¿Por qué me lo preguntas?

Oliver se levanta del asiento y se dirige al armario que se empotra contra la pared y sobre el que se alza una estrecha librería.

-Por esto -dice Oliver, agitando un ejemplar de 1984.

-¡Vaya, me has pillado! -dice el abuelo-. No me irás a denunciar… -añade, incorporándose y dejando caer las sílabas y las consonantes de la última palabra.

Oliver ríe.

-¿Me lo puedo llevar?

El abuelo suspira.

-No sé si deberías leerlo. ¿Sabes que es uno de los libros prohibidos? Claro… A un viejo como yo, poco pueden hacerle ya, y si se lo hacen creo que le daría igual -añade, exagerando una faceta heroica nada conocida en él-. Pero si te agarran con él a ti… No sé… Sí, sí sé… ¿Sabes que poseer esta novela está castigado? Harán de ti escarnio, dándote veinte latigazos en plaza pública y te harán pasar tres largos meses en prisión.

Pero Oliver no quiere leer el libro, ni tenerlo demasiado tiempo en su poder. A sus catorce años, con la inmortalidad que concede la adolescencia, es incapaz de visualizarse en una plaza, a la vista de todos, azotado. La idea es vender esa novela lo antes posible, al mejor precio. ¿Cómo decírselo al abuelo? Lleva tiempo observando los libros que se cubren de polvo en su estantería y, por lo que tiene entendido, entre ellos hay obras prohibidas por el gobierno, que se vendían muy bien en el clandestino “Mercado de los Libros”.

-Verás, abuelo -dice Oliver con aplomo-. Yo entiendo que vivimos una época extraña. Quizá todas lo fueran… Sé que muchas personas no se dan cuenta que quienes nos gobiernan nos quieren hacer pensar de una manera. Mucha gente lo sabe. Yo lo sé. Por lo visto, siempre ha pasado. De una u otra manera. Nos prohíben leer algunos libros. Es una forma de decirnos lo que está bien y está mal…

-¡Oliver! ¡Qué grande lo que dices! -apostilla el abuelo cuando el nieto cogía aire para proseguir su argumentativa. Sabía que su nieto era un chaval inteligente y despierto, pero, sin duda, le gustaba cómo está espabilando.

…Bien -prosigue Oliver-. ¿Sabes que por este libro se paga mucho dinero?

El abuelo muestra un gesto de desaprobación haciendo inclinar el perfil de sus labios y arqueando las cejas. Pensaba que Oliver tenía otras intenciones, más literarias, más subversivas.

-¿Y? – le pregunta abriendo de par en par las manos.

Oliver medita la respuesta, ofreciendo su versión más comercial.

-A ver, abuelo, andamos mal de dinero. Déjame intentarlo.

El abuelo se pregunta qué debe hacer. No tarda en responder.

-Que te deje, ¿qué, exactamente?

-Déjame este libro y te traeré mucho dinero, más que lo que cobras con la pensión de un mes. Créeme -dijo Oliver resolutivo-. Además, con ese dinero podré ayudar en casa.

El abuelo medita durante un instante y dice:

-Solo lo venderás después de haberlo leído. ¿Conforme?

-Conforme -responde Oliver sin pensar.

-No dudes que te haré preguntas sobre 1984 -concluye el abuelo, deseando que no lo leyera, en una contradicción formidablemente absoluta. Bien sabe que mercadear con esa novela conlleva demasiados riesgos.

El censor despierto

Mauro es el único de los catorce lectores censores que no utiliza gafas. De corta estatura y delgado por la necesidad no colmada, ya ha cumplido la treintena, lejos de aparentarla. Su licenciatura en Filología Hispánica le ha proporcionado el puesto en la Central de Censores, en Londres; tras acabar la carrera en su última promoción. Una de tantas que el gobierno ha retirado de los planes de estudio, y de las que solo se mantienen las ingenierías. Nada de Humanidades. “¿Qué utilidad tiene la Filosofía o conocer la Historia?”, se habían preguntado los ideólogos gubernamentales, concluyendo: “La Historia siempre necesita ser revisada y reescrita”.

“¿Quienes serán los censores en el futuro?”, se pregunta Mauro mientras localiza la página donde había dejado la lectura del último libro que le ha tocado en suerte para su revisión: “Wilde encadenado”, se titula, de un autor poco conocido en su tiempo, pero que ha cobrado el interés de los lectores actuales por su sutil forma de alborotar eso que llaman: “lo políticamente correcto. Mucho feminismo real -próximo a John Stuart Mill-, demasiada literatura wildeana, siempre reconocida, pero vista con hipócrita recelo». Entre otros pensamientos vacuos y entrecruzados, Mauro se responde a la pregunta inicial: “No harán falta censores. El vacío de la necesidad explicará nuestra ausencia”. Efectivamente, cada vez se publica menos literatura, cada vez hay menos que censurar.

Mauro está sentando, en una de las mesas corridas donde los censores practican la lectura y su obligación juzgadora. Once de ellos, compañeros de estudios. Con los que apenas mantiene relación, más que la convencional de las buenas formas. Allí nadie habla con confianza, ni compromiso. En la mano, hace oscilar su bolígrafo eterno, una novedad en el trabajo. A Mauro le maravillaba aquella invención que carecía de tinta, pero que percutía el papel como una clásica estilográfica sin fin. Y era tan eterna como la abolición de la obsolescencia programada, algo que fue decretado por el gobierno bajo pena de escarnio público con latigazos en el centro de la ciudad o pueblo y algún tiempo de cárcel. Lo habitual cuando se contravenía la Ley. Los censores solo podían hacer anotaciones en los márgenes de las publicaciones editadas en papel. Si observaban alguna cuestión grave, por el tono, las expresiones o el fondo intelectual de lo escrito, arrancaban la portada y la introducían en el interior. Otros dos censores la revisarían y, de estar de acuerdo, corroborarían su retirada o prohibirían su publicación. De forma parecida ocurría con las publicaciones digitales, solo que en este caso se tachaba la portada con una gran X que corría, en diagonal, de lado a lado y en sus cuatro vértices. ¿Latigazos y cárcel para el editor y quien lo escribió? Podría ser.

A Mauro no le ha quedado más remedio que arrancar la portada del libro que evalúa. Mientras lo hace, observa con el rabillo del ojo que el supervisor acaba de entrar en la sala de trabajo.

-Buenos días, señores -dice, mientras camina hacia el estrado que se alza en un extremo-. Como bien saben en unos minutos se publicará el mensaje oculto que indicará el lugar donde se celebrará el “Mercado de los Libros”. El primero que lo acierte, como también saben, obtendrá la eterna gratificación de ver su foto en el pasillo de entrada de esta gran Institución, con una mención especial. El supervisor da las gracias, mira a todos con gesto de satisfacción y, tal como había llegado, se marcha.

El día del Mercado de Libros

En el calendario cuelga la lámina del 1 de septiembre de 2045, día en que se celebra el “Mercado de los Libros”. La cita está fijada, de forma tácita: el primer día del mes, cada trimestre.

Ha llegado el momento de vender 1984.

En la mañana, muy temprano, Oliver va a visitar al abuelo. Le gusta su nuevo hogar. Tras enviudar, cambió el orden de su cotidianidad comenzando por la casa: “¿De qué me sirven tantos metros, incluso tantos recuerdos?, se preguntó cuando sus hijos intentaron impedirle vender la vivienda por no se sabe qué exacta razón más que evitar complicaciones. Su nuevo apartamento contaba con modernos sistemas de aerotermia, que le procuraban frío y calor según las exigencias de la meteorología, además de contar con espacio suficiente para sus cada vez más escasos movimientos.

Todas las preguntas que plantea a Oliver sobre la novela, según lo acordado, son respondidas de forma adecuada. No solo argumentó las esenciales, también las más complejas.

-Ten mucho cuidado, por favor-. Fue lo último que le dice al nieto, despidiéndole con los dedos cruzados, escondidos tras la espalda, acariciando su haori japonés, una prenda que solía vestir cuando necesitaba reclamar la atención de la buena suerte. Supersticiones. Siempre dudó sobre la procedencia de lo que iba a hacer su nieto: emprender esa aventura cargada de riesgo. Pero, en su debate, por algún momento insomne, se impuso un complejo pensamiento que no terminaba de convencerlo: ¿Qué es la vida si no una aventura de emprendimiento y locura? ¿Quién enseña las mejores lecciones?

Acertar el lugar donde se hallaría el “Mercado de los Libros” no es tarea fácil. Normalmente, los “libros prohibidos” se venden a través de la ResubNet, heredera de la antigua Thor. En ese caso, vendedor y comprador acuerdan una cita. Algo complejo por las implicaciones que conlleva. ¿Quién sabe quién está detrás de esos ‘nicks’? Incluso puede ser la policía. A la postre, cualquier canal que corra por la SuperInternet, por muy secreto que se quiera mantener, es susceptible de ser descubierto, siempre.

Para acceder al lugar donde se desarrollará el “Mercado de los Libros” es necesario ser, como mínimo, un iniciado: un lector que conozca las obras censuradas tiene grandes ventajas para localizarlo. También es importante ser rápido: cuando el mensaje se anuncia, en un corto espacio de tiempo el mercado se celebra. Antaño, la clave se anunciaba en las redes sociales, hace años también censuradas. Ahora, el mensaje navega por la ResubNet y ese es el primer problema para Oliver. Unas veces se trata de una posición en el mapa, con su longitud y latitud, otras un enunciado que indica un lugar.

-Espera, Oliver -dice el abuelo cuando ya ha abierto la puerta para marcharse-. ¿Pero sabes dónde se celebra el mercado?

Oliver detiene sus pasos.

-Ni idea -responde-. Voy a ver si puedo verlo en la ResubNet -concluye.

-Anda, alma de cántaro. Ven aquí…

Mientras Oliver retrocede en sus pasos, el abuelo abre uno de los tres cajones de los que está provista su librería, saca un viejo PC e invita a Oliver a sentarse junto a él.

-Admiro tu iniciativa -dice el abuelo-, pero creo que aún estás muy verde.

-¿Muy verde? ¿Qué significa eso?

-Que quizá no estés preparado para esto -responde sin mayor condescendencia, anteponiendo su innata condición de abuelo protector al aventurero.

Oliver recibe el impacto de esas palabras con cierto rubor, aunque en el fondo lo sabe.

-Te explico, Oliver. Ese libro, 1984, lo compré en el “Mercado de los Libros”, tú apenas tendrías un año. ¡Yo qué sé! No sabes la que se organizó cuando se conformó el Gobierno Transnacional, cientos de naciones adheridas, incluido nuestro país, con el objetivo de mantener la paz y subvirtiendo el orden democrático. Eso no te lo contarán en los libros del PanBachillerato. Si lo pienso con perspectiva, el cambio fue tan brutal como inmediato. No harían falta elecciones, nos decían, pues competentes técnicos proporcionarían las pautas adecuadas para vivir en un “contexto sostenible, por el medio ambiente, sin guerras, ni desacuerdos”. Comenzaron a decir que si esta música, que si estos libros… no se podían leer o escuchar porque iban en contra del orden, alteraban la normalidad… Luego también nos decían lo que se podía comer, por nuestra salud y por esa cosa reiterativa de la sostenibilidad. Ahora entenderás porqué 1984 está prohibido… Pecata minuta… No te creas, no sé si esto lo sabes, pero hubo un movimiento activo que se manifestaba en las calles. Se argumentaba que la libertad de expresión era un derecho fundamental y que nadie podía prohibirlo. Pero, ¿sabes qué ocurrió? Que cuando el poder quiere hacer algo, lo hace, porque por esa razón se llama poder.

Oliver escucha con atención y aunque en esencia conoce lo que su abuelo le cuenta, verlo elevar el discurso, de algún modo, le paraliza.

-Te entiendo, abuelo -dice Oliver-, pero: ¿Sabes lo que pasa? Que como no espabilemos, no sabremos dónde vender el libro -concluye en un giro copernicano.

El abuelo mira al nieto, oblicuo, con los párpados a media asta.

-Tienes razón -responde, y añade exultante por la emoción-. Hace años que no hago esto, espero que podamos dar con la clave.

Con cierta inquietud y temblor en los dedos, comienza a abrir pantallas de su ordenador hasta que llega a un página en blanco donde solo se puede ver un combo donde introducir dígitos.

-Mira en la última página del libro y dime los números que allí aparecen -dice acercándose a la pantalla para verla mejor.

-Oliver dicta.

Pasan algunos segundos, mientras la pantalla del ordenador queda albina.

-Aquí no pasa nada, abuelo -dice Oliver.

-Espera. Espera….

*

Al unísono, en la sala de trabajo, todos los censores, con sus bolígrafos eternos en las manos y la vista fija en una gran pantalla, esperan que el albur enorme traslade el mensaje, el indicador del lugar donde, de forma subversiva: “Se intentará destruir la paz social con literatura salvaje”.

Por fin, aparece, es una sola frase, acompañada de un burlesco y estridente sonido de risas enlatadas. Dice lo siguiente:

“Carnal estará, a la hora convenida, en la plaza de Oceanía”.

El silencio sigue extendido entre los censores, con algunos matices en forma de suspiro. Y también en casa del abuelo donde éste se activa, como si una fuerza contenida le diera rienda suelta.

-¿Qué significa, exactamente, carnal? -pregunta el abuelo, mientras Mauro busca en la ResubNet.

-Carnal puede ser hermano-. responde.

-Hablan de Orwell, sin duda -dice el abuelo-. Casualidad o no… Carnal, el hermano, el gran hermano.

-¿A qué hora, y dónde? -inquiere Oliver excitado.

-¿A las 19:84?

-Esa hora no existe, abuelo -dice Oliver con suficiencia.

-Pues haz los cálculos -responde el abuelo-, quien tarda más de la cuenta en hacerlos él. La edad…-. ¿Sesenta minutos, más veinticuatro? -se pregunta en silencio…

-¡Ah! -grita Oliver-. ¡A las 20:24! En la “plaza de Oceanía”. Eso puede significar cualquier plaza central de cualquier lugar! ¿Será eso?

-Un lugar demasiado público. No sería lo habitual -dice el abuelo-. Solo nos quedaría comprobarlo. No sé si deberíamos-. Vuelve a mirar en oblicuo al nieto, pero con otra intención.

-¡Claro! ¡Qué tenemos que perder! -exclama Oliver.

En realidad, el abuelo se mantiene en ese vaivén del que le resulta difícil despertar, el mismo que le mantuvo insomne alguna noche atrás. Por un lado deseaba que el acertijo no fuera tan sencillo. Él era capaz de ver el peligro, quizá elevado a una potencia que un joven nunca es capaz de vislumbrar. Se imponía la innata protección de la prole, sin embargo esa sola emoción que compartía con Oliver, en ese instante preciso, era suficiente como para ponerlo en duda.

Cómo explicarlo

MAURO ES EL PRIMERO en dar con la clave. “Demasiado sencilla”. “Ha tenido suerte porque ha sido el más rápido”, dice uno de sus compañeros más lerdos en esos corrillos que se forman cuando la turbamulta se siente despreciada. Mientras, Mauro imagina su imagen enmarcada en el hall de entrada como el trabajador ejemplar que nunca será. Solo queda que su predicción pueda ser corroborada. La policía ya ha recibido las instrucciones: vigilar con discreción las entradas y salidas de las plazas centrales de cualquier ciudad que cuente con efectivos. Nunca ha parecido tan sencillo.

*

Oliver y el abuelo caminan hacia la Plaza Mayor. El abuelo rodea con su brazo al nieto, sujetándole el hombro. Ha guardado el ejemplar de 1984 en el interior de su pantalón, bajo el cinturón. La portada, con el gesto sonriente de George Orwell, bambolea oculta a la vista contra su ombligo. A cada paso, parece decir: “Si”. “Si”. Así, hasta un infinito que concluye cuando cruzan el pórtico de la plaza. Y se detienen.

Oliver, alzando la vista, mira al abuelo.

-¿Cómo lo ves? -pregunta.

-Un poco raro. A esta hora debería haber más gente por aquí. ¿No crees? Aún es de día.

-Mira, allí. Ese tipo es extraño -dice Oliver.

El abuelo observa la escena y hay algo que no le gusta, más allá de ese tipo deambulante. Las terrazas están inusualmente vacías. Ni siquiera escucha el horrible regurgitar de los cientos de palomas que pueblan el centro urbano. Sus tripas, donde se encuentra próximo el orwelliano 1984, parecen enviar un mensaje de máxima precaución.

-Quizá sea mejor que nos vayamos, Oliver -dice-. Podemos vender el libro otro día, el próximo trimestre, mejor organizados…

-¡Pero qué dices, abuelo! -interrumpe Oliver-. Ya estamos aquí. Ven, avancemos…

Ambos dan unos pequeños pasos con intención de acercarse al centro de la gran plaza. La efigie impresa en el papel cuché de Orwell seguía el juego de los pasos contorneantes sobre el estómago del abuelo. La progresión de su sudor, acelerada por las circunstancias, le hacía sentirlo cada vez más próximo a la piel.

-Tenías razón, abuelo. Teníamos que habernos ido -dice Oliver, cuando irrumpen varios coches patrulla de la policía en el centro de la plaza.

No pareciera que hubiera tantas personas en la Plaza Mayor hasta que las sirenas, con la implacable elocuencia de sus luces azul anaranjado y su impactante coro estruendoso, alertara de que en ese espacio el tiempo se detenía por imperativo legal. Como si surgieran de la nada, un par de decenas de presuntos compradores-vendedores de infame literatura se aglutinan en el centro, junto a la efigie ecuestre de un personaje que aún no ha sabido borrar la reescritura de la Historia del Gobierno Transnacional.

-La hemos cagado, Oliver -dice el abuelo.

Y Oliver asiente, con los ojos muy abiertos y un tembleque incontrolable, aún amparado bajo el auspicio de su brazo.

Hay acontecimientos que suceden a toda prisa. Otros, que no tanto. Cuando eres víctima, todo suele suceder en una cámara lenta que se hace infinita. Cuando eres verdugo, quizá no tanto.

El abuelo sabe lo que va a suceder a continuación. Piensa que Orwell no sonríe como antes entre sus pantalones, en la tela que lo refugia. O quizá sí. Ya no sabe.

-A mi nieto, ni lo toquen -dice el abuelo, cuando se acercan dos policías con una energía que muestra la algarabía por detenciones bien pagadas-.

-¿Su nieto, caballero? ¿Qué hacen ustedes aquí?

-Nada, damos un paseo, le estoy mostrando la enorme escultura que da pie a esta gran plaza. ¿La conocen? ¿Saben quién es?

Los policías se miran, con gesto ignorante.

-Este que ven aquí, sobre ese caballo -dice el abuelo, señalándolo-. Erguido y magnificente fue quien dio nombre a esta ciudad. ¿Han nacido ustedes aquí y no lo conocen? Admiro su trabajo y entrega, pero estarán conmigo que no conocer al fundador merece mi desaprobación. Por eso estoy aquí con mi nieto. Para enseñarle qué fue el pasado y en qué lugar del presente nos encontramos.

Los policías miran alrededor. Ven a personas corriendo, huyendo, sumergiéndose en los portales que dan acceso a la gran plaza. Hacia ellas van con paso marcial.

El abuelo vuelve a suspirar. Cierra los ojos.

-¿En serio este tío fue quien fundó la ciudad? -pregunta Oliver, señalando la figura ecuestre.

-Probablemente, no -dice el abuelo-, quien ya no siente si quiera el suspiro de Orwell en sus tripas.

©2021. Todos los derechos reservados. José Carlos Bermejo.


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